Al final de la danza
Por: Martha González Díaz
Quinta Roo esquina con Carranza, Toluca 12:30 pm. La luz del sol se expande sobre el pectoral mariposa que el danzante ahora luce inerte sobre el pavimento.
El hombre se ha desplomado sobre la avenida en la que será su última batalla. Los brazaletes de latón antes verdaderos colibríes aleteando en las muñecas del danzante se acurrucan lacerados entre las manos sin vida. El bezote dorado ha caído como un águila herida, y las orejeras de doble disco brillan como nunca sobre el asfalto.
La cabeza inmóvil aún sigue coronada por la diadema que en el pasado fue símbolo de grandeza, solo que ahora sin piedras preciosas. El hombre ha caído; esta vez no lo derribo ninguna espada, tampoco lo humilló el hierro de los conquistadores, ni el descuido del automovilista que lo arrolló con su BMW.
Ninguno de ellos tiene la culpa del último agravio.
Esta vez, el hombre con atavío prehispánico confeccionado con fibras sintéticas y recuerdo emblemático de un majestuoso pasado, ha sido abatido por un adversario más peligroso; alguien de su misma sangre y en su propia tierra. La afrenta llegó de los constructores del nuevo orden, de los vendedores de la miseria. Esa que no se hereda como el color de la piel.
A pesar del atropello, la diadema ancestral- made in china- siguió sujetando el enorme penacho sobre el cráneo maltrecho. Fue asombroso ver como la aureola de plumas multicolor se resistía a perecer ante la inmovilidad del cuerpo.
Sin embargo, el viento indulgente siguió alentando el vaivén del plumerío que poco a poco se debilitaba al compás de los frágiles latidos del corazón.
En el piso, el cadáver aún sudoroso y requemado por el sol conmueve a los peatones que contemplan el percance automovilístico; mudos testigos ven al danzante tendido sobre su propia sangre. Nada que hacer, el hombre se ha convertido en otra víctima colateral, diría el discurso oficial.
La piel cobriza del danzante sumamente maltratada, con manchones blancuscos, opacan sus labios amoratados y delatan el hambre de todos los días, dibujando una mirada vacía de sueños.
Los pies resecos y agrietados ya no se mueven, hace años que abandonaron el ritmo de la vida. Su cuerpo escuálido deja ver a un ser humano que empezó a morir mucho antes de ser arrollado en una calle citadina.
El ritual milenario se apagó cuando el automóvil lo impactó en la espalda. Fue entonces que las ajorcas tensaron sus tobillos para siempre, las grebas de las piernas y rodillas se estremecieron como si opusieran resistencia a la muerte.
La memoria urbana; último reducto de las culturas migrantes no olvidará la danza de uno de los hijos de coyote viejo; señor de los pueblos originarios. Dará testimonio del día en que uno de ellos emprendió el vuelo hasta perderse en el tiempo convertido en pájaro mariposa. Ya no importa el momento en que expiró vencido, lo cierto es que ahora yace sobre el asfalto.
La muerte le seguía los pasos cada día, la guardaba bajo las ajorcas, la acariciaba en cada movimiento dancístico, en el ritmo de las sonajas y en el vaivén de la nariguera, en el momento en que estiraba la mano para pedir una moneda.
En realidad el hombre empezó a ser devorado cuando decidió convertirse en danzante de semáforo. Con más de 500 años de agonía se aferró a la danza como única forma de entender su existencia.
Ya no lucirá la hermosa piel de venado, y jabalí. Lejos quedaron los tiempos de gloria junto al yelmo y el chimali, ya no partirá lunas con lanza dentada, ni recibirá al sol con la tilma puesta. Enterrado quedará el atuendo del hombre jaguar y se olvidarán las gestas épicas del guerrero águila. No volverá a escucharán los cantos del teponaztli, mudas quedaron las caracolas y chirimías de tanto llorar, el huehuetl se desangró junto a él, en un lamento hueco. ¿Quién llorará por la muerte de los viejos acatlaxques?
Al final de la danza, la muerte inminente acabó con los sueños del último hijo de Coyote Viejo en un crucero urbano.