El jardín de las delicias
Cuando di la media vuelta para regresar, Caronte se había marchado, lo último que pude ver
fue como su barcaza se alejaba entre la niebla del inframundo. Lo sé porque lo vi, nadie me lo contó, yo lo viví, o mejor dicho lo expiré. No recuerdo el mundo de los vivos, pero puedo decir a detalle cómo llegué al infierno.
Apenas di el primer paso cuando alguien me devoró: una lengua más helada que la muerte me jaló de la cabeza como si fuera un insecto, sentí la asfixia de los condenados dentro de una tripa chiclosa y maloliente. Mis huesos crujieron empapados de un dolor infrahumano, cada parte de mi cuerpo se fue derritiendo como la nieve en un caldero al rojo vivo, no pude gritar porque mi voz se ahogó en el vientre pegajoso de no sé quién. No fue un pasadizo hacia la muerte, fue algo peor, estaba segura que era mi fin, hasta que Él me vomitó.
Me escupió hasta el corazón del abismo, salí expulsada con fuerza de su hocico convertido en cerdo. Llena de inmundicias me arrastré entre las patas de animales humanos que se retorcían y chillaban como criaturas diabólicas en una orgía impensable bajo el cuerpo de Él. No supe que hacer, así es que me aferré a un ariete que se convirtió en escalera hecha de restos vivientes. No era mi cuerpo el que quería escapar, porque éste ya estaba desecho, lo que deseaba salvar era el último soplo de alma que parecía tener. Como pude me sujeté de la espantosa escalera y empecé a subir.
¿Para qué lo hice? resultó peor, en mi ascenso, una lluvia de flechas me sitiaron, seguí adelante despavorida y antes de llegar a la cima una de esas saetas me atravesó el abdomen que empezó a expulsar un líquido fétido en lugar de sangre, por fin llegué al lugar más espantoso del averno. Estaba justo en la barriga de Él que se burlaba a carcajadas. Al borde de la locura reconocí los rostros de quienes estaban ahí; sus expresiones de lujuria me eran familiares, sus cuerpos desnudos y grisáceos me dieron nauseas. De momento apareció una vieja con un cántaro, al parecer, era la encargada de aquel lupanar, atendía maliciosa a los hombres de los rostros conocidos, de repente, me tomó de la mano y me ofreció un sorbo del contenido del cántaro que parecía vino, cuando lo quise beber brotaron de él, miles de ojos, dientes y lenguas pestilentes que cayeron al piso arrastrándose como sanguijuelas en busca de presa.
No soporté más y escapé por el ariete que conducía a la parte más alta de la cabeza. Fue indescriptible lo que miré. Desde ahí se apreciaban las llamas del infierno devorándolo todo. La base de su cabeza era un enorme plato repleto con la maldad del mundo donde caminaban las almas de los hombres arrastrados por sus peores pecados, la masa encefálica se desparramaba hasta los pies descarnados de Él, sostenidos por sus piernas en forma de un árbol a punto de colapsar. No pude más y me dejé caer en la eternidad.