Melesio
Por Martha González Díaz
Escúchalo en el siguiente enlace.
Unos minutos antes de que llegaran los guachos al Ticuí, los hombres, como huilotas asustadizas salieron de la milpa corriéndose montaña adentro. Todos menos Melesio que no podía dejar a su mujer con los dolores de parto en esos momentos. Su instinto protector puso por delante la seguridad de ella; primero la colocaría a salvo y después se encargaría de los guachos.
La Brigada le andaba pisando los pasos desde el asalto a la finca de los Figueroa. ¿Porqué ahora que estaba por nacer su hijo? Acomodaba a Celina en la hamaca cuando un golpazo a sus espaldas hizo contraer la panza de la mujer y dejar inmóvil a Melesio: la puerta de la casa campesina cayó de tajo. El Ticuí estaba rodeado.
Celina clavo la mirada en los ojos negros de su compañero, nunca lo había mirado de esa manera, no era miedo, ni angustia, tampoco súplica. Celina observó a Melesio apuntando fijamente para llegar a su corazón de hombre bueno y consecuente, no fu la mirada de su mujer, fueron dos disparos de franco tirador certeros, los últimos que miraría de ella, los retiró de su vista asentando la cabeza, como diciendo ¡tú no sabes nada ¡
¡Melesio Hernández Tlatempa, date preso ¡. Se escuchó una voz de mando.
-Traigan a la vieja.
Dos guardias se fueron sobre Celina quien no opuso resistencia. A jalones de cabellos la sentaron en un banco frente a su compañero tirado en la tierra.
– ¡Míralo jija de la gran puta míralo ¡
El de la voz de mando ordenó, mientras los de la guardia pateaban su cuerpo: cabeza, torso, piernas, Melesio se convirtió en un bulto sostenido por un soplo de humanidad.
-Con esta ablandadita vas a decirnos todo. ¿Pa´ dónde jalaron los demás? ¡Contesta o te carga la chingada!
El campesino expulsaba bocanadas de sangre sin decir una palabra.
-De todos modos, lo vamos a saber cabrón, si no hablas tú, hablará tu vieja.
Melesio cerró los ojos. El de la voz de mando se enfureció aún más.
-No los cierres cabrón mírala, mírense los dos, pa´ que no se les olvide.
Las miradas se buscaron en la soledad de los tiempos, Melesio no la podía ver porque sus ojos estaban tapados con bajareque, ese con que se cubren los cuerpos de los difuntos, el que cubría su mirada era de sangre y tierra, así le sabía. La vista de ella se puso como la montaña en tormenta: húmeda, silenciosa y cristalina. Los golpes siguieron infinitos hasta que la humanidad del campesino se desgajó a los pies de ella.
-Ora vas tu cabrona, ora vas tú. Ella levantó la mirada inquisidora ante el hombre de la voz de mando.
-A mi no desgraciada, míralo a él, a él, a él
Jamás volvió a mirar hacia compañero, no pudo ver cuando uno de los guardias sacó un cuchillo y cortó los testículos de Melesio, solo sintió la sangre caliente escurrir entre sus manos.
-Vámonos, la vieja ya está pariendo, dijo el hombre de la voz de mando.